
La gran marcha.
A Björk.
Manuel García Estrada
Cierto día y ya con todos los sentidos puestos a la curiosidad tomé el tren subterráneo de Toronto para llegar al barrio gay de aquella metrópoli norteamericana.
Descendí del vagón y ascendiendo por unas escaleras hacia la calle descubrí que no había nadie. De pronto, a lo lejos distinguí una multitud y caminé despacio hacia ella. La sorpresa me invadió de manera espeluznante, había homosexuales por todas partes, hombres guapos, feos, altos, chaparros, flacos, gordos, musculosos y transexuales combinados todos con lesbianas que vestían de oberol y tenían el pelo corto.
La marcha gay que viví esa tarde fue para mí un despertar impresionante y de entre todos encontré a una chica pequeña y agradable que se fue conmigo conversando mientras le decía qué era lo que pensaba y que vivía. Me abrió los ojos, me dijo que notara que ser gay no es sinónimo de vestirse de mujer y que volteara a ver la cantidad de hombres tan variados que en esa manifestación caminaban.
Hasta hoy no recuerdo su nombre pero su rostro en mi memoria y sus lentes aún los identifico en algunos chicos de secundaria o preparatoria.
Después de esa marcha comencé a frecuentar el barrio gay y disfrutaba de sentarme en la calle y tomar café en esa área. Jamás me atreví a entrar a algún antro ni mucho menos a ligar. Era temeroso, creo que si los padres de todos fueran más abiertos y menos cerrados de la mente uno podría hacer cosas con mayor seguridad para disfrutar la vida desde más temprano. Reconozco que hay quienes siendo atrevidos logran despertar siendo muy jóvenes y al paso del tiempo esto es lo más cotidiano.
Como gay asumido falsamente bisexual me la pasé caminando en Toronto viendo como había lesbianas y homosexuales por todas partes. Un día compré un par de revistas pornográficas homosexuales y a los pocos días conocí a un muchacho guatemalteco que me encantó y quise ver si podía hacer algo con él pero no fue así.
Toronto me hizo ver al mundo de manera natural e integrada, realmente ese despertar me marcó porque el marco que tuvo fue lo suficientemente fuerte para hacerme ver que los humanos somos eso, simples personas que podemos creer en el mismo dios con diferentes nombres o no creer, que podemos comer cualquier cosa hecha con manos amorosas como las que la mamá de mis amigos David, Luis y Michael hacía en su casa o con los ojos de gusto de mi amiga Min Ye Park cuando probé un plato coreano que ella amaba.
Somos efectivamente todos lo mismo, la misma esencia. No valemos más ni menos. Aunque me queda claro que tener un gobierno como el canadiense siempre dará a sus habitantes una mejor vida, más amable, más sana, más humana.
La gran marcha en la que participé en Toronto no fue la del orgullo gay, la más grande del mundo, pero fue la más interiorizada por mí, la más importante. En esa marcha me di cuenta de todo lo que somos cuando hablamos con naturalidad de cualquier tema.
Recrimino a mi país y le reclamo que con qué derecho se ha creído para que las ideas de un grupo de siniestros tipos de la iglesia católica definan el tipo de vida de la gente. ¿Cómo es que pactan y se arreglan en acuerdos los políticos con el clero? ¿Por qué quieren que la vida viva como ellos dicen? ¿Por qué no dejar que cada quien viva como quiera? Venimos a ser felices y a acompañarnos en este planeta, no a decirles a los demás si están pecando y hacerles creer que hay jueces humanos que determinan a quien amar o con quien vivir.
¿Qué tornillo le falta a las cabezas de quienes se creen gente fina? Gente que son estúpidos y ruines que no quieren ver que los humanos sudamos, miamos, eyaculamos, cagamos. Así de simple es. Ellos hasta las flatulencias esconden porque se avergüenzan de sus cuerpos y de las funciones que tiene el organismo.
La marcha de Toronto en el barrio gay a mi me lo dejó claro: Nuestras vidas deben ser nación de tolerancia y soberanía de libertad hecha individuo que decida plenamente ser absoluto para poder comprender a los demás en sus diferencias.
No es tan complicado, como me lo explicó aquella muchacha lesbiana que con paciencia y aprecio me explicó que podía ser yo sin dejar de ser yo mismo.
A Björk.
Manuel García Estrada
Cierto día y ya con todos los sentidos puestos a la curiosidad tomé el tren subterráneo de Toronto para llegar al barrio gay de aquella metrópoli norteamericana.
Descendí del vagón y ascendiendo por unas escaleras hacia la calle descubrí que no había nadie. De pronto, a lo lejos distinguí una multitud y caminé despacio hacia ella. La sorpresa me invadió de manera espeluznante, había homosexuales por todas partes, hombres guapos, feos, altos, chaparros, flacos, gordos, musculosos y transexuales combinados todos con lesbianas que vestían de oberol y tenían el pelo corto.
La marcha gay que viví esa tarde fue para mí un despertar impresionante y de entre todos encontré a una chica pequeña y agradable que se fue conmigo conversando mientras le decía qué era lo que pensaba y que vivía. Me abrió los ojos, me dijo que notara que ser gay no es sinónimo de vestirse de mujer y que volteara a ver la cantidad de hombres tan variados que en esa manifestación caminaban.
Hasta hoy no recuerdo su nombre pero su rostro en mi memoria y sus lentes aún los identifico en algunos chicos de secundaria o preparatoria.
Después de esa marcha comencé a frecuentar el barrio gay y disfrutaba de sentarme en la calle y tomar café en esa área. Jamás me atreví a entrar a algún antro ni mucho menos a ligar. Era temeroso, creo que si los padres de todos fueran más abiertos y menos cerrados de la mente uno podría hacer cosas con mayor seguridad para disfrutar la vida desde más temprano. Reconozco que hay quienes siendo atrevidos logran despertar siendo muy jóvenes y al paso del tiempo esto es lo más cotidiano.
Como gay asumido falsamente bisexual me la pasé caminando en Toronto viendo como había lesbianas y homosexuales por todas partes. Un día compré un par de revistas pornográficas homosexuales y a los pocos días conocí a un muchacho guatemalteco que me encantó y quise ver si podía hacer algo con él pero no fue así.
Toronto me hizo ver al mundo de manera natural e integrada, realmente ese despertar me marcó porque el marco que tuvo fue lo suficientemente fuerte para hacerme ver que los humanos somos eso, simples personas que podemos creer en el mismo dios con diferentes nombres o no creer, que podemos comer cualquier cosa hecha con manos amorosas como las que la mamá de mis amigos David, Luis y Michael hacía en su casa o con los ojos de gusto de mi amiga Min Ye Park cuando probé un plato coreano que ella amaba.
Somos efectivamente todos lo mismo, la misma esencia. No valemos más ni menos. Aunque me queda claro que tener un gobierno como el canadiense siempre dará a sus habitantes una mejor vida, más amable, más sana, más humana.
La gran marcha en la que participé en Toronto no fue la del orgullo gay, la más grande del mundo, pero fue la más interiorizada por mí, la más importante. En esa marcha me di cuenta de todo lo que somos cuando hablamos con naturalidad de cualquier tema.
Recrimino a mi país y le reclamo que con qué derecho se ha creído para que las ideas de un grupo de siniestros tipos de la iglesia católica definan el tipo de vida de la gente. ¿Cómo es que pactan y se arreglan en acuerdos los políticos con el clero? ¿Por qué quieren que la vida viva como ellos dicen? ¿Por qué no dejar que cada quien viva como quiera? Venimos a ser felices y a acompañarnos en este planeta, no a decirles a los demás si están pecando y hacerles creer que hay jueces humanos que determinan a quien amar o con quien vivir.
¿Qué tornillo le falta a las cabezas de quienes se creen gente fina? Gente que son estúpidos y ruines que no quieren ver que los humanos sudamos, miamos, eyaculamos, cagamos. Así de simple es. Ellos hasta las flatulencias esconden porque se avergüenzan de sus cuerpos y de las funciones que tiene el organismo.
La marcha de Toronto en el barrio gay a mi me lo dejó claro: Nuestras vidas deben ser nación de tolerancia y soberanía de libertad hecha individuo que decida plenamente ser absoluto para poder comprender a los demás en sus diferencias.
No es tan complicado, como me lo explicó aquella muchacha lesbiana que con paciencia y aprecio me explicó que podía ser yo sin dejar de ser yo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario