BROTES COMO FLORES
Laura Salamanca
Esperando a las musas estaba. Llevaba más de una semana sin poder pintar ni una solitaria mancha. Cerré el estudio. Hacía calor, y el día invitaba a salir. Muchas familias paseaban por el campo. Era mi último reducto: el campo. Si no lograba pintar ni siquiera en el campo, mi vida como pintor se haría añicos. No es que fuera un paisajista estilo Van Gogh, pero la naturaleza me extasiaba para cualquier actividad, y por supuesto, el arte, la creación, el gozo de la plenitud natural, ayudaba hasta a los muertos mentales. Elegí mi rincón favorito. Aquel por donde el tránsito de población se hacía con demasiada dificultad. A la gente no le gusta esforzarse en apartar unas ramas, ni caminar más de lo estrictamente necesario. Sólo lo hacen por obligación, no por gusto. Y a los artistas nos gusta gozar, merodear, descubrir rincones en los que representar lo que nadie ha visto todavía. Inventar, crear, originar, y original.
Plantado en medio de la naturaleza, de pié, delante del caballete y la tela completamente blanca, desnuda, me dispuse a pintar. Embebido en el rumor del agua que corría en forma de riachuelo cerca de mis pies descalzos, que a la vez, esperaban que la suavidad de la hierba rozando mis plantas, despertara mi solaz, y me inspirara. Miré a mi alrededor y observé. Para pintar el hermoso escenario donde me había plantado, no necesitaba más inspiración que respirar profundamente hasta que el aroma de la vegetación y de las flores, inundara mis pulmones, y con ellos, mi cerebro creador. Así que levanté el lápiz y dibujé mi alrededor. Pero el lápiz sólo delineaba siluetas confusas. Intenté entonces con el pincel, que me gritaba desde la paleta. Quizás necesitaba más grosor, era lo que me pedían el pincel, y las manos. Esperé una vez más delante de la tela garabateada, observé el perfil del objeto elegido, afilé el pincel, y lo mojé en la pintura verde. Una línea amarilla surgió. -qué extraño- pensé. Y esperé nuevamente. Pero por más que esperaba, y repetía la operación, de mi pincel no brotaban más que hilos de sollozos. Una y otra vez. Una línea amarilla... cuando yo quería pintar la naturaleza a mi alrededor. Naturaleza verde, rocas grises, agua cristalina, vegetación…
Tomé el pincel con devoción, giré la cabeza, en un gesto de distensión, y lo estampé con precisión en una bola sobre la tela blanca. Otra línea amarilla surgió risueña, como burlándose.... ¿Que serán esas líneas, que salen sin yo querer, me maldije? Así que me senté otra vez a esperar y observar el lienzo.
Esperar, y esperar. Intentar y repetir, y sólo líneas amarillas cruzaban por mis ojos incrédulos, a pesar de todo el verdor que me envolvía.
Traté por última vez. Apreté el pincel contra la punta del tubo de pintura roja (roja, porque al parecer el verde no servía) y encaré el lienzo, casi con rabia. Acusé el giro de mi muñeca para estampar una línea curva que me diera la forma de una hoja de árbol en la dichosa tela plagada de líneas amarillas. El pincel se deslizó, y describió otra línea amarilla.
Plantado en medio de la naturaleza, de pié, delante del caballete y la tela completamente blanca, desnuda, me dispuse a pintar. Embebido en el rumor del agua que corría en forma de riachuelo cerca de mis pies descalzos, que a la vez, esperaban que la suavidad de la hierba rozando mis plantas, despertara mi solaz, y me inspirara. Miré a mi alrededor y observé. Para pintar el hermoso escenario donde me había plantado, no necesitaba más inspiración que respirar profundamente hasta que el aroma de la vegetación y de las flores, inundara mis pulmones, y con ellos, mi cerebro creador. Así que levanté el lápiz y dibujé mi alrededor. Pero el lápiz sólo delineaba siluetas confusas. Intenté entonces con el pincel, que me gritaba desde la paleta. Quizás necesitaba más grosor, era lo que me pedían el pincel, y las manos. Esperé una vez más delante de la tela garabateada, observé el perfil del objeto elegido, afilé el pincel, y lo mojé en la pintura verde. Una línea amarilla surgió. -qué extraño- pensé. Y esperé nuevamente. Pero por más que esperaba, y repetía la operación, de mi pincel no brotaban más que hilos de sollozos. Una y otra vez. Una línea amarilla... cuando yo quería pintar la naturaleza a mi alrededor. Naturaleza verde, rocas grises, agua cristalina, vegetación…
Tomé el pincel con devoción, giré la cabeza, en un gesto de distensión, y lo estampé con precisión en una bola sobre la tela blanca. Otra línea amarilla surgió risueña, como burlándose.... ¿Que serán esas líneas, que salen sin yo querer, me maldije? Así que me senté otra vez a esperar y observar el lienzo.
Esperar, y esperar. Intentar y repetir, y sólo líneas amarillas cruzaban por mis ojos incrédulos, a pesar de todo el verdor que me envolvía.
Traté por última vez. Apreté el pincel contra la punta del tubo de pintura roja (roja, porque al parecer el verde no servía) y encaré el lienzo, casi con rabia. Acusé el giro de mi muñeca para estampar una línea curva que me diera la forma de una hoja de árbol en la dichosa tela plagada de líneas amarillas. El pincel se deslizó, y describió otra línea amarilla.
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